Pasear entre los cuadros de Amelia Palacios y Alex Vázquez tiene mucho de reconciliación con la pintura y con sus posiblidades. Frente a tanto ruido y a tantas ausencias, de cara a resituar al ser humano antes las capacidades de la pintura, para de nuevo confiar en generar esa sensación de emocionar tan difícil de encontrar. Los colores y la vibración de la pintura de Alex Vázquez se calman junto a las atmósferas tranquilas de Amelia Palacios y ambos, cuadro contra cuadro, explican ese milagro de lo transitorio de la vida en el medio natural. Las dos caras de una misma moneda sin las que ninguna de ellas por separado tendría sentido. Su esfuerzo ante esta empresa, mientras el espectador visita la exposición, cobra todo su valor, y explica lo que se esconde bajo ese montón de horas de trabajo en común, de caminatas por el entorno, tan necesarias para entender lo que se quiso hacer. Ahora, todas esas pinceladas se mueven a un mismo tiempo, ese que le marca al espectador frente a una naturaleza que nos obliga a pensar sobre su espectacularidad, al tiempo que reflexionamos sobre cómo la pintura es quien de acariciar nuestra alma.
Cada cuadro de Amelia Palacios es una sensación. Quizás, aquello que es más complicado de capturar en un lienzo, lo fugaz, lo que convierte al tiempo en un cómplice de algo pasajero y que nuestras retinas no pueden guardar más allá de unos segundos. En esa transitoriedad fundamenta la artista su obra, dotada de una magia fascinante, capaz de hacer del rincón representado una sucesión de efectos naturales que dotan a la escena de ese temblor de lo real que es tan difícil de encontrar en la pintura. Formada en el mundo de la arquitectura, la pintura de Amelia Palacios tiene mucho de esbozo previo al levantamiento de un proyecto arquitectónico, el dibujo de una arquitectura de lo real que se configura de la misma manera desde el andamiaje de lo representado, donde no es necesaria la fijación de lo real, la captación extrema de lo que la artista ve y lo que el espectador apenas intuye. Quien mira un cuadro de Amelia Palacios va más allá de lo real, al enfrentarse no sólo a las presencias físicas, a veces solo sugeridas, sino también a lo que envuelve esas escenas, es decir, a cómo los efectos meteorológicos se incluyen en lo reflejado en el interior del lienzo, con su capacidad para alterar los elementos físicos, para moldear aquello que semeja estático, que sólo el paso del tiempo parece alterar. Esa manera de pintar tiene su origen en las veladuras, las sucesivas capas de pintura que se asientan de manera pausada sobre la superficie del cuadro, una tras otra, de manera medida hasta llegar al instante justo. Esta sucesión de veladuras construye una atmósfera en el interior del lienzo, siendo ahí donde entiende la precisión del cuadro, desde esa disolución de formas entre las líneas de una realidad que toma más fuerza cuando es lo urbano lo que se refleja.